Opinión | ESCRITO SIN RED

Contagios populistas

Masivo clamor por el catalán en una plaza Major desbordada de gente

Masivo clamor por el catalán en una plaza Major desbordada de gente / EFE

A propósito del monstruo que amenaza a las sociedades modernas, el populismo, se ha calificado como tal a la derecha trumpista estadounidense, pero también a los gobiernos de izquierda o extrema izquierda de Venezuela, Colombia o Argentina con el peronismo de los Kirchner. Ahora vemos calificar así al «progresista» Gobierno de Sánchez y al de «extrema derecha» de Javier Milei. Pero, como tantas cosas, el populismo, eso que algunos explican como dar soluciones simples a problemas complejos, no es de ahora, es de siempre. ¿Es que no lo practicó Pericles? ¿No lo hizo Julio César para ganarse a la plebe? ¿No es populista el discurso funerario de Marco Antonio atacando a Bruto, un hombre honrado, ante los despojos de César? El populismo, concebido como el uso de la demagogia para halagar los sentimientos del público y hacerse con su favor es un latiguillo que se usa contra los oponentes políticos sea cual sea su ideología. ¿Acaso no lo utiliza Sánchez contra el «populismo trumpista» del PP y Vox? ¿No lo usa el PP contra el Gobierno «progresista» de Sánchez? En fin, hoy se trata de un sintagma que sirve igual para un roto que para un descosido, para descalificar al adversario en un sistema político polarizado como el nuestro. Se trata de escenificar la simplificación binaria amigo-enemigo. Sánchez la ha convertido en el eje de su política al construir un muro entre el progresismo de la izquierda, la extrema izquierda, el nacionalismo de izquierdas, el nacionalismo de derecha y extrema derecha y la fachosfera de derecha y extrema derecha de PP y Vox. Su propósito es destruir ese núcleo compartido de consenso que caracteriza a una democracia liberal que forman su Constitución y el Estado de Derecho, sólo para consolidar su poder autocrático.

A la teoría del muro se ha incorporado de forma entusiasta Antoni Llabrés, presidente de la Obra Cultural Balear, que, en su parlamento en la manifestación del pasado domingo a propósito de la Diada per la Llengua, emplazó al Govern de Prohens a «estar con la mayoría social o arrodillarse ante el fascismo». De entrada, arrogarse una mayoría social cuando el Govern está respaldado por 34 diputados de un total de 60 parece un poco arriesgado. También lo es si se atribuye esa mayoría por la presencia de 8.000 personas en la Plaza Mayor. Una presencia notable, sin duda, pero difícilmente extrapolable a una mayoría social, signifique lo que signifique esa expresión más allá de unos resultados electorales. La única alternativa a esa supuesta mayoría social es estar arrodillado ante el fascismo, es decir, ser un fascista, claro que, dado que hoy día si no perteneces a la abigarrada mayoría que sostiene el Gobierno de Sánchez eres un facha, somos muchos los que hemos realizado sobrados esfuerzos para ser calificados muy justamente de fachas. O seguimos perrunamente los dicterios del nacionalismo o somos fachas. Da igual si se falsean conceptos. El fascismo siempre, hasta Sánchez, se ha definido por dos elementos: el nacionalismo excluyente y el Estado totalitario. Atribuir esa denominación a los liberales no sólo es una burda mentira. Es sobre todo fango, indigencia racional, e impotencia política.

Janer Manila afirmó que «debemos ser la única sociedad del mundo donde hay sectores que odian su lengua». El eximio escritor confunde el amor al catalán con imponerlo como única lengua en la educación, dejando el español, la lengua del Estado como una simple asignatura. Así es como se tacha de segregación lingüística al intento de libre elección de lengua o aplicar las sentencias del Tribunal Supremo sobre el uso del español como lengua vehicular. El escritor conocerá a mucha gente de Mallorca que odie el catalán. Yo no conozco a nadie. Que algunos prioricen la fonética y modismos regionales frente al catalán estándar no significa que lo odien. Y conozco a mucha gente que ama el catalán sin que eso suponga dejar de amar el español. El hecho de que el catalán se haya vuelto poco atractivo para algunos proviene del hecho de ser impuesto y el español relegado en la educación para quienes lo tienen como lengua materna. Que haya sectores de la administración para los que es necesario demostrar un nivel avanzado de catalán es una evidencia. Exigirlo para toda la administración es un exceso que sólo tiene la explicación de eludir la competencia. El escritor Biel Mesquida, tan lejano de El Viejo Topo, tan distante de Jordi Llovet, va más allá de la presunta genuflexión del Govern ante el fascismo, asegura que «el PP está contaminado de fascismo». Nos mantiene en la duda de si es una contaminación reversible con unas dosis de anticuerpos antifascísticos o si se ha extendido ya a todo su cuerpo partidario.

El PP ha reaccionado a lo Feijóo: «No nos encontrarán en la confrontación lingüística». Una respuesta digna de Feijóo. El problema recurrente en el PP es dónde encontrarlo porque se escurre siempre como una anguila, soñando con la equidistancia de un centro abstracto. Habla con Puigdemont, pero no negocia con él. Denuncia las andanzas de Begoña Gómez, pero rehúye citarla en el Senado. Quiere derogar el sanchismo, pero no dice qué quiere hacer con España. Considera la virtualidad de una ley de amnistía, pero la rechaza. Jalea las libertades, pero se apunta a prohibir la prostitución. Puede que llegue a ganar las elecciones y formar Gobierno, pero será por rechazo a Sánchez antes que por sus condiciones de estadista.

Recordaba hace poco Cuartango a Isaiah Berlin cuando escribía que el nacionalismo es una inflamación patológica de una conciencia nacional herida. La conciencia nacional es un sentimiento que hay que respetar, pero el nacionalismo es un movimiento político organizado que expresa nostalgia por una sociedad recluida en su pureza identitaria. El nacionalismo sitúa a ese colectivo imaginario por encima del individuo y es esencialmente antiliberal y xenófobo. Son precisamente las libertades individuales las que caracterizan a las democracias liberales y la libre elección de lengua es lo que se practica en la Unión Europea, excepto donde se practica la imposición lingüística, en España, en Baleares, con el marchamo del progresismo como falsa bandera.

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