Opinión | LA SUERTE DE BESAR

La isla de las mil caras

La isla de las mil caras

La isla de las mil caras / DM

Son las once la mañana y hemos acabado la formación. Al salir de la sala somos los únicos que no vestimos maillot de ciclista. A primera hora aquello estaba desierto. Ahora hay más de cien personas. Se hacen fotos al lado de unas ovejas y las alimentan con pan y queso. Beben cervezas, se han quitado los zapatos y toman el sol. Un despistado tropieza conmigo. Es alemán, pero me habla en italiano: «¡Scusa, bon giorno!». Debe creer que portugueses, españoles, italianos o griegos compartimos el mismo idioma. Recuerdo que, mientras hacía un curso en una universidad inglesa, una norteamericana me preguntó si en Mallorca caminábamos descalzos. Mi carcajada se escuchó, también, en Valladolid, pero no era broma. Realmente, pensaba que éramos una sociedad tribal. Me pregunto si el hombre que se ha chocado conmigo cree lo mismo.

De los portales de los edificios del casco antiguo, en donde está prohibido el alquiler vacacional (recordatorio para las autoridades), salen turistas ataviados con bermudas y mocasines de piel girada y vestidos con escote palabra de honor. Van de blanco y lucen quemaduras de primer grado. Duele mirarles. Se sientan en terrazas en donde la única palabra comprensible es el «¡marchando!» de los camareros. Los pobres resoplan, sudan y corren. Vuelan las sangrías con pajitas de colores y las paellas color amarillo pajarito. Un artista callejero toca el acordeón y otro la guitarra. Suena una versión libre (pero que muy libre) del «Volare, nel blu di pinto di blu» de los Gipsy Kings, mientras otra versión requetelibre, pero esta vez de Anita Ekberg, se contonea a su lado. Va descalza y sus pies están muy negros. Me temo que la consecuencia de tanta bohemia será una visita a urgencias con un tajo en el talón.

En otro lugar de esta isla, los descapotables invaden las calles, los yates el mar y las motos de agua las orillas. Han abierto los beach club, vuelven las cubiteras con champán rosado, la música electrónica, los carpaccios de Wagyu y las ensaladas con cangrejo real. Son los turistas que desayunan en albornoz, comen en bañador y cenan enfundados en un Louis Vuitton. Han pasado varias semanas en el Caribe, por trabajo tuvieron que volar hasta Dubai y ahora descansan unos días en Mallorca. Hay tanta distancia entre su vida y, por ejemplo, la mía como la que hay entre Plutón y Venus. Esta sofisticación choca con la imagen de miles de jóvenes tatuados paseándose sin camisa y bebiendo como si no hubiera un mañana. Una cuadrilla canta un himno en alemán y una mujer duerme en la calle a pleno día. El rímel se le ha corrido hasta la barbilla. Mientras, los trabajadores de la limpieza se afanan en retirar los vasos de plástico y los restos de vómitos.

Una conocida me envía un mensaje para decirme que ha venido a realizar un retiro a una finca en la Tramuntana. «¿Nos veremos?», le pregunto. «No, qué va. No tenemos tiempo. Nos recogen en el aeropuerto, vamos al retiro y nos devuelven al avión en seis días», me responde. Nutricionistas, cocineros, instructores de yoga y un coach. Un equipo multidisciplinar e internacional para veinte yupis.

Esta isla tiene mil caras y arranca la temporada en la que soy incapaz de encontrar la mía.

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